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jueves, 12 de mayo de 2016

Juana, a la que costó ser monja.

Santa Juana de Portugal, princesa, religiosa dominica. 12 de mayo.

La princesa penitente.
Nació Juana a 6 de febrero de 1452, y fue hija de Alfonso V, rey de Portugal, y su esposa Isabel de Portugal. Nació destinada para ser reina, pero a los tres años el nacimiento de su hermano Juan II la apartó de la sucesión. Al morir su madre en 1455 Juana quedó al cuidado de su aya Beatriz de Meneses. Pronto manifestó la niña aptitudes para la virtud, las cosas de religión y la piedad. A los nueve años se trazó un plan de vida, con oraciones, lectura espiritual, obras de caridad, mortificaciones, etc. A los doce sus lecturas espirituales se intensificaron, añadiendo las Escrituras y algunos de los Santos Padres. Se apartaba de los juegos, picarescas y diversiones mundanas y a las fiestas que acudía lo hacía por complacer a su padre, procurando siempre hallar un momento para hacer alguna breve oración. Ni hablar de usar galas, vestidos y joyas deslumbrantes: siempre vestía austeramente y con sencillez, y las galas que alguna vez usó por obedecer, siempre eran discretas. Y aún así, bajo sus vestidos, llevaba siempre una túnica de áspera estameña, semejante a las de las monjas dominicas. Además, llevaba siempre que podía un cilicio, y ayunaba frecuentemente.

Encerrada en su cuarto pasaba días sin comer, y los viernes ayunaba a pan y agua, sin dejarse ver de nadie más que de dos señoras de confianza, que ya habían servido fielmente a su madre. Era Juana muy devota de la Pasión de Cristo, y como se dolía de tener una buena cama, mientras que el Salvador no tuvo donde reclinar la cabeza, mandó que en uno de los sitios más ocultos del palacio la pusiesen una cama de paja con sábana de estameña, donde se acostaba en secreto siempre que podía hacerlo. Esta devoción a la Pasión de Cristo le llevó a colgar de su cuello una joya en forma de corona de espinas, y el mismo símbolo se repetía como blasón en sus aposentos, sus libros de devociones, y en los ornamentos litúrgicos que gustaba bordar para no estar ociosa. Siempre que oía predicar de la Pasión derramaba abundantes lágrimas. Desde el Domingo de Ramos hasta el sábado de Pascua meditaba constantemente en los misterios de eso días. No hablaba y no comía más que pan y agua. El Jueves y Viernes Santo no dormía en toda la noche, y el jueves procuraba llevasen a su presencia a doce mujeres pobres o enfermas, a las que atendía humildemente y socorría con largueza. Esta intensa vida espiritual no estaba disociada de la caridad efectiva: tenía un grupo de personas que distribuían las limosnas que daba a los pobres. Enfermos, prisioneros, viudas, niños expósitos… todos los que recurrían a su persona hallaban socorro.

A pesar de estas penitencias, su salud no menguaba, sino todo lo contrario, mientras más crecía, más bella se hacía. Con apenas 13 años comenzó a ser pretendida por varios príncipes europeos. Su padre, que la quería mucho, veía en esto algo bueno, y pretendiendo alcanzarle un buen matrimonio, le insistía fuera receptiva a los halagos, regalos y pretensiones de los príncipes. Así que Juana, temerosa de que su padre la casase como fuera, comenzó a considerar tomar los hábitos y a informarse sobre cual monasterio del reino sería el más virtuoso. Pero llegó a sus oídos que Leonor de Meneses, hija de los condes de Viana vivía retiradamente y con una profunda vida espiritual, comenzó a cartearse con ella. Al cabo de un tiempo, convinieron en visitar el monasterio de San Bernardo, fundado por el rey Dionís y su mujer Santa Isabel de Portugal (4 de julio). Pero allí no halló lo que buscaban. Supieron ambas entonces del monasterio de "de Jesús" de Aveiro, de monjas dominicas, donde vivía Beatriz Lectona, una beata cuya fama de santidad ya recorría todo Portugal y hacía que muchas jóvenes ingresaran en dicho monasterio. Leonor escribió a Juana que se disponía entrar allí, pues su padre pretendía casarla a la fuerza con el duque de Braganza. Finalmente no fue así y Leonor pudo entrar sin tener que huir. Juana por su parte, comenzó a dotar y despedir a sus damas, establecer pensiones para sus caballeros y demás sirvientes. Dio tiempo para que su amiga le dijese como era en realidad el estilo de vida de las monjas y si realmente era un monasterio observante. En unos mese Leonor le confirmó que realmente Dios moraba allí, y que las monjas eran todas ejemplares y se vivía en estricta pobreza, con lo cual, no había de tener reservas.

Se dispuso Juana a entrar en el monasterio, pero no lo iba a tener tan fácil. Su padre y hermano no habían abandonado el pensamiento de casarla con alguno de los príncipes que la solicitaban, como el Delfín Carlos de Francia, el futuro Maximiliano de Austria o Enrique VII de Inglaterra. Juana jugó una treta a su padre pues, sabiendo por revelación que Carlos de Francia moriría pronto, dijo a su padre que se casaría con este en caso de estar vivo para los esponsales, pero si no era el caso, no debía este hablarle más de matrimonio. Quedó el Rey consolado con esta respuesta, mas a los pocos días se supo la muerte de Carlos y no hubo nada que hacer. Enrique VII de Inglaterra redobló sus gestiones y Juana ya temía la casaran cuando se le apareció un ángel que le dijo: "No estés triste, ten por seguro que ha muerto el rey de Inglaterra, cuya pretensión de casamiento te trae tan angustiada". Al otro día su padre le habló del tema y Juana le replicó: "Sepa usted que ese rey con quien tanto desea que me case es ya muerto. Y si es cierto lo que digo, crea que de una vez que es voluntad de Dios que yo permanezca en este estado". A los seis días recibieron la noticia de la muerte de Enrique.

Convento sí, monja no.
Parecía ya podía entrar religiosa, pero en ese tiempo su padre preparó una expedición contra los moros de Tánger y se llevó a Juan con él, a pesar de ser un jovencito enfermizo. Quedó Juana, a sus 18 años de regente. Vistió de negro cerrado, color que conservó hasta el fin de la contienda a la par que durante este tiempo redobló sus mortificaciones y oraciones. Cuando el rey Alfonso volvió, mandó que todos se vistieran de gala y preparasen fiestas en el palacio. Al llegar su padre, se fue hasta él y poniéndose de rodillas, le dijo: "Señor, del buen fin que ha tenido la guerra, a nadie a más alegría que a mi, por haber encomendado este asunto a Dios. Y me parece que merced tan grande obliga a agradecimiento y remuneración. Será justo, señor y padre mío, que cada uno haga algún ofrecimiento a Dios por ello. Los emperadores romanos cuando triunfaban, ofrecían a sus dioses lo mejor que tenían, y Jepté en reconocimiento de una victoria ofreció a Dios su hija. Así creo es justo que se me conceda una cosa que lo sea yo, pues con que con esta ofrenda pagaremos ambos. Lo que pido, padre, con cuanta humildad y reverencia puedo, es que jamás me hable de  casamiento, y tenga por bien que me recoja en algún monasterio. Lo pido de nuevo, ahora por santísimas llagas de nuestro Señor". Accedió Alfonso a complacer a su hija, pero oyendo su respuesta los príncipes y grandes del reino, protestaron, pues la princesa Juana era gobernante de algunas regiones. Requirieron que en caso que el reino lo necesitase, la princesa debía salir del monasterio y casarse, quedando sin efecto el consentimiento paterno. Juana, que confiaba en la voluntad divina, aceptó para no poner a su padre en situación delicada frente sus nobles.

Aunque su voluntad era retirarse en Aveiro, no se fue allí por no disgustar a su padre, que no veía bien que una princesa entrase en un monasterio pobre. Este le puso como condición que fuese un monasterio donde fuese reconocida como princesa, así que aún recordándole la palabra empeñada frente a los nobles del reino, la dejó entrar al monasterio cisterciense de Udivelas, que era fundación real. Lo hicieron con discreción, de tal modo  que antes que se supiese la noticia se hallaba ya Juana entre las monjas, aunque con la prohibición paterna de que tomase el hábito, pues el reino estaba falto de herederos. Consintió Juana, pero a cambio pidió le dejasen salir de Udivelas, que no era lo suficientemente austero y observante que ella buscaba. Su padre y hermano le permitieron pasar a las clarisas de Santa Clara de Coimbra, monasterio igualmente para monjas de abolengo, donde se previó para junio de 1472, luego de cumplir los veinte años. 

Cuando llegó el día, partió la comitiva real rumbo a Coimbra, pero cuando estaban a una jornada, luego de pedir auxilio a la Santísima Virgen, Juana pidió a su padre cambiaran el rumbo y la dejasen profesar en las dominicas de Aveiro. El rey quiso concedérselo, pero su hermano Juan y Doña Felipa, una tía monja del Císter no querían consentir, pues no le parecía que una hija de reyes debía vivir tan pobremente y como una monja más. Respondió Juana: "la Reina del Cielo tuvo por casa un pobre establo donde nació el Hijo de Dios, y esto pone la Iglesia para ejemplo de los reyes de la tierra, para que consideren lo que hizo el que es Señor del mundo". Súplicas, argumentos e insistencia lograron lo que quería. El rey Alfonso cambió de rumbo y el 30 de julio entraba Juana en la ciudad de Aveiro, la leyenda dice que fueron guiados por una estrella. Estuvo cinco días con sus familiares para despedirse, y al cabo, el 4 de agosto, antigua fiesta de Santo Domingo de Guzmán (8 de agosto; 24 de mayo, traslación de las reliquias, y 15 de septiembre, "in Soriano"), traspasó las puertas de la clausura. El rey dotó al monasterio de amplia renta, y de todos los beneficios que reportase la villa de Aveiro, siervos incluidos.

Vida en Aveiro.
Entró al monasterio Juana, pero como tenía prohibido tomar el hábito, vistió una túnica basta del mismo color blanco sarga de las dominicas. Las monjas le dieron una celda cómoda y varios aposentos, pero Juana viendo lo estrecho del monasterio no quiso aceptar aquella comodidad. Sugirió a las monjas ocupasen un huerto adyacente al monasterio, así podría ella hacerse una ermita para no molestar a las religiosas y a la par, la huerta serviría de solaz a las monjas. Tres años vivió allí, siguiendo la regla de la Orden, yendo al coro y sirviendo como una monja más, y al cabo de este tiempo pidió el hábito a la priora, Doña Beatriz de Leytoa. Esta, considerando que el monasterio era suyo y que ni rey ni nadie tenía autoridad en su casa, le dio el velo el 25 de enero de 1475. Poco tiempo tardó en saberse la noticia, pues lo descubrió una tía suya, a pesar de que Juana acudía al locutorio con una túnica que no dejaba ver el hábito. Esta, Doña Felipa se vistió de luto y mandó a los habitantes de la villa que hiciesen lo propio, por haber la princesa muerto al mundo. Enterado el rey mandó procuradores a requerir a la priora por haber desobedecido una orden real. Esta respondió que "para servir a Dios en el estado de la religión no es menester licencia del Rey ni del reino". 

Protestaron los procuradores, pero nada podían hacer. Solo recordar que si faltaba el príncipe en algún momento, Juana sería sacada por la fuerza del monasterio, por ser princesa juramentada. Su tía Felipa le puso una monja del Císter como sirvienta, cosa que fue de gran disgusto para Juana. Llegados los procuradores a la corte, el príncipe Juan montó en cólera y sin más, tomó una partida de caballeros y tomó rumbo de Aveiro para sacar a Juana con violencia del monasterio. Entró el príncipe al monasterio, requirió a la priora, la cual no se vino abajo, aunque le permitió visitar a Juana en su celda. Entró Juan y al verla con tan pobre hábito y celda, le dijo: "Grande agravio has hecho al rey nuestro padre y a todo el reino con esta mudanza, pues ves la falta que tiene de herederos. En tu mano está el consuelo del rey y reino. A esto vengo yo, a rogarte que dejes el hábito con determinación. Y si no quieres responder a tan justa demanda, mi padre determina usar de su autoridad real, y el reino enviará quien te saque de aquí por la fuerza". 

Respondió Juana: "El poder de mi padre, el vuestro y del reino no se tendría por muy grande, si queréis mostrarlo contra esta pobre, que no tiene otras armas más que las lágrimas. Mas con ellas y con las oraciones que tengo hechas, y haré siempre a mi Dios, espero que Él se servirá de conservarme en su santo servicio, y en el estado que le he comenzado. Y con el favor de mi padre santo Domingo, cuyo hábito visto, podré más que los grandes ejércitos de la tierra: ten por cierto que el estado que he comenzado no lo dejaré por cosa del mundo. No me puedo persuadir que siendo sus altezas tan cristianos, quieran hacer resistencia a las ordenaciones de Dios, que ha puesto en mi pecho estos pensamientos. Aquí me recogí  y aquí acabaré mis días, y ninguna bravata ni malos tratamientos, ni la misma muerte serán suficientes para no llevar al fin estos propósitos. El Señor, en quien tengo puestas mis esperanzas, trocará los corazones de los reyes, y aprobará lo que ahora contradicen".

Santa Juana y su hermano Juan II.
Manuel Ferreira y Sousa. Siglo XVIII.
Viendo el príncipe aquella resolución, pidió al obispo tomara cartas en el asunto, el cual primero alabó la decisión de Juana, pero luego le recordó su posición, su deber para con el reino al no haber herederos (la enfermedad de Juan no presagiaba nada bueno) y que ni siquiera había dado hijos al reino para luego ser religiosa, como habían hecho Santa Isabel de Hungría (17 de noviembre, y 2 de mayo, traslación de las reliquias) o la Beata Blanca de Castilla (2 de diciembre). Y finalmente le conminó a dejar el hábito. Juana le respondió: "El celo que tenéis del servicio del rey, y el bien que llamáis común os hace decir estas cosas, y persuadir una cosa tan contraria a vuestro estado. En los ejemplos que me traéis de tantas princesas que fueron monjas, todavía no podéis negarme sino que para salvar sus almas buscaron lugares más seguros como son los monasterios. ¿He de dejar yo de asegurar mi salvación por razones tan débiles como son las vuestras? ¿Dónde halláis vos que yo sea legítima heredera del reino, viviendo aún el príncipe? ¿Y por qué os parece más cierta mi vida que la de mi hermano? El que le dio al mundo que es Dios, ¿no es poderoso para darle salud y vida? Podrá bien ser que el camino que tenéis por más cierto para asegurar la sucesión del reino sea su total perdición, quitando la vida al príncipe por tan grande pecado como haréis en querer impedir lo que Dios tiene ordenado. Pues señor, hermano y príncipe, y vos obispo, ya podéis cansaros de intentar persuadirme vuestros intentos, porque de ninguna suerte dejaré de continuar al llamamiento que Dios me ha hecho". Juan le amenazó con quitarle el hábito a desgarrones, hubo amenazas, promesas e intentos de violencia, pero Juana permaneció firme en su vocación, mientras las demás monjas oraban para que tuviera el sustento del cielo. Finalmente, viendo que no podían sino atarla y secuestrarla, el obispo  y el príncipe dejaron el monasterio de mala gana.

Juana, monja en paz.
Ya libre de las insistencias paternas y del reino, Juana comenzó su vida de religiosa. Los actos de mortificación se le hacían pocos y las horas de oración se le iban volando. Era austera en su vestir y calzado, llegando a usar suelas de corcho, y agujereadas. No permitía que la sirvienta del Císter hiciera nada por ella, sino que la mandaba a rezar. No buscaba nunca un lugar privilegiado ni permitía se le cediera el paso ni que la priora le hiciera deferencias. Era una novicia más. En el trabajo era una más. Bordaban, cosían y arreglaban ornamentos, trabajos en los que Juana sobresalía por haberlos hecho desde niña. Al año, hizo sus votos, y desde entonces no permitió que le llamasen Doña, ni admitió ceremonia alguna. Era solamente Sor Juana. Todas las monjas la querían porque aún siendo penitente y austera, era cariñosa, dada al servicio y siempre pronta a ayudar a las ancianas, las tristes o las enfermas. Su devoción a la Pasión de Señor y al Sacramento se acentuó, y los días de comunión eran de verdadera fiesta para ella. Llevaba unas memorias de su conciencia, para tener siempre presente sus pecados y defectos, buscando mejorarlos. Obedecía prontamente, así fuera palear tierra que cargar baldes de agua. Nada se le hacía mucho esfuerzo. Desde que profesó, no quiso hablar con grandes del reino, ni señoras nobles. A lo sumo, recibía a prelados y algunos sacerdotes, y siempre hablaba de cosas edificantes y de religión.

Al poco tiempo del noviciado, entre los ayunos, las privaciones y las penitencias, la salud de Juana se agravó y se pensó trasladarla al monasterio de dominicas de Alcobaça, menos riguroso. Allá se fue acompañada de su priora y otras monjas, y allá fue de nuevo conminada por su padre a no profesar, sino guardarse para gobernar en su día si era necesario. Cansada de tanta insistencia, Juana resolvió volver a Aveiro aunque fuera para morir, con tal de no tener que ser molestada jamás con estos asuntos. En menos de un año, mejoró algo su salud y volvió a Aveiro y el día de su santa protectora, Santa Catalina de Alejandría (25 de noviembre) de 1476 profesó pobreza, obediencia y castidad para toda la vida. Habiendo hecho estos votos, la salud le volvió como por milagro y Juana comenzó su vida de monja. En 17 años de vida religiosa, a sus expensas comenzó la reconstrucción del monasterio y la iglesia, pero no logró ver terminada su obra. Dotó la sacristía de bellísimos ornamentos bordados y de verdaderas obras artísticas en orfebrería, pintura y escultura. Además, proveyó de todo lo necesario a la enfermería para que, sin romper la regla, las enfermas tuvieran todo lo necesario, y aún comodidades. Ella misma sabía lo que era la enfermedad, porque muchas padeció, y aunque (hasta su última enfermedad) no dejó por ello de obedecer, asistir al coro y trabajar, muchas veces tuvo que ir a la enfermería, donde a la par que dolencias, Dios la consoló y le concedió no pocas gracias y revelaciones. 

Sepulcro de Santa Juana. Aveiro.
Asesinato y agonía. Triunfo y culto.
Con el tiempo y a su pesar, se convirtió en oráculo de consejo para las religiosas y no pocos seglares. Con humildad y caridad, corregía, exhortaba. A las religiosas les hablaba del cielo, de la observancia religiosa, y de la importancia de la caridad. Con los seglares llegó a tocar asuntos del mundo, e incluso llegó a administrar justicia en Aveiro, tierra que pertenecía al monasterio. Siempre abogaba por los pobres cuando se abusaba de ellos, y cuando algunos nobles súbditos no hacían lo correcto, amenazaba con dar parte al rey su padre. Esta labor de justicia y caridad para con las almas, se dice fue lo que provocó su muerte. Según la "Biografía Eclesiástica" (no lo he hallado en otras obras), vivía en Aveiro una mujer libertina, a la que Juana llamaba al locutorio del convento para reconvenirla y exhortarla a mejorar de vida y no causar escándalo. Como la mujer no hacía caso, Juana mandó la echasen de la población. Juró venganza la mujer y lo logró. 

Según dice la misma leyenda, pasando Juana por un pueblo que no sabemos cual es, pidió por caridad un vaso de agua. Resultó que en la casa vivía la mala mujer, que aprovechó para envenenar a la santa religiosa. Poco a poco la ponzoña fue haciendo su efecto  y desde aquella hora comenzaron sus males de estómago: hinchazones de vientre, vómitos terribles, dolores insoportables, etc., hicieron presencia. La cosa fue a peor a partir del 24 de diciembre de 1489, mientras celebraba la víspera de la Natividad del Señor. Fue el último día que pudo ir al coro con las religiosas. Escuchó misa, comulgó y luego desfalleció. La llevaron a la enfermería, donde permaneció hasta la Semana Santa de 1490. El Viernes Santo la llevaron al coro, donde adoró la Santa Cruz, y el domingo de Pascua comulgó entre éxtasis y fervores. Antes de ser devuelta a la enfermería, miró la sillería del coro y exclamó: "Quedáos con Dios, queridos asientos de los ángeles, pues ya no me veré más en vuestra compañía". Al llegar a la enfermería, quedó postrada y paralítica, salvo las manos, con las que podía implorar misericordia a Dios. No se quejaba, era paciente y a todas las monjas hablaba con amor, a pesar de sus múltiples dolores. Luego de la Pascua, hicieron público las monjas su mal estado de salud, y de todo el reino acudieron prelados y nobles a verla y consolarla, aunque eran ellos los que consolados salían de su presencia. Ellos le decían que rezaban por su pronta recuperación, pero ella solo quería oír hablar del cielo y sus delicias.

A inicios de mayo hizo testamento, dejando al monasterio de Aveiro los bienes que había heredado y los que le correspondiesen. Además, añadió "de mi cuerpo hágase lo que mandare la prelada, y por mi alma lo que ella hiciera, y suplico al Rey mi señor, que si faltase algo para cumplir lo que yo ordenase, que S. A. lo supla". El día de San Juan "ante Portam Latinam" comulgó devotamente y pidió perdón a las monjas con gran humildad por tanta inquietud y desasosiego que les había causado su entrada al monasterio. Eran tantos los dolores que padecía, que emitió una leve queja y una religiosa le dijo: "señora, no tema ni recele de perder la compañía que tanto desea", a lo que ella contestó: "No temo de tal suerte que venga a caer en la desconfianza de que perderé a aquel Señor en quien creo, que es su misericordia tanta que perdonará a los pecadores, de los cuales el mayor soy yo. Pero no se maraville, madre, que muestre sentimiento en esta hora, porque no parto a la casa de una rey terreno, sino a la presencia del celestial, a dar cuenta de todo el mal que hice, y mucho bien que pudiera haber hecho". Y añadió para las demás monjas: "Los trabajos y penas que padezco y que padecen los demás cristianos que llegan a esta hora son escalera para subir muy presto al cielo a gozar de Dios".

Pidió a las monjas que no llorasen por ella, sino que estuviesen muy alegres viéndola salir de una vida tan miserable. El 11 de mayo, la visitaron los médicos, que la desahuciaron, con alegría de Juana. Mandó le dijeran la misa de Las Santas Llagas, y reveló que Dios le había dicho que esta misa era gran remedio para consolar a los agonizantes, por lo que recomendó que se dijera siempre en los conventos de dominicos y dominicas. Luego dijo que moriría al día siguiente a las 10 de la noche, por lo que mandaron avisar al prior de Santo Domingo, para que la asistiera. A la hora dicha, besó el crucifijo, rezó el salmo 30 "In te, Domine, speravi", el Ave Maris Stella, y falleció dulcemente a 12 de mayo de 1490, a los 38 años de edad. El cuerpo quedó reluciente y blanco, emanando un resplandor purísimo. Celebraron los funerales, solemnísimos, los obispos de Coimbra y Oporto, que la habían acompañado en su agonía. En 1500 se autorizó culto particular para toda la Orden dominica. En 1693 Inocencio XII la beatificó. En 1959 se comenzó un proceso para su canonización, que no se efectuó, aunque igualmente se le llama "santa" desde hace siglos.


Fuentes:
-"Biografía eclesiástica completa: vidas de los personajes del Antiguo y Nuevo Testamento".Tomo XIX. BASILIO SEBASTIÁN CASTELLANOS DE LOSADA. Madrid, 1864.
-"Sacro Diario Dominicano". FR. FRANCISCO VIDAL. O.P. Valencia, 1747.
-"Compendio histórico de las vidas de los Santos canonizados y beatificados del Sagrado Orden de Predicadores". FR. MANUEL AMADO. O.P. Madrid, 1829.


A 12 de mayo además se celebra a
San Pancracio, mártir.
Santa Rictrudis de Marchiennes, viuda y abadesa.

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