En el artículo anterior vimos la infancia, juventud y conversión de San Alfonso. Ahora nos adentramos en su madurez y plenitud sacerdotal:
Apóstol Sacerdote.
En la aurora del Siglo XVIII refinado que subyuga, en esta Europa en
donde poco a poco se extinguen los fuegos de las fiestas galantes y se
hereda un mundo nuevo señalado por el triunfo de la razón, el progreso
de la ciencia y el culto al hombre. Alfonso de Liguori, tras su proceso
perdido, acaba de hacer su elección. Da la espalda al poder y a la
gloria y ha escogido una prioridad: el mundo de los pobres.
Evangelizar a los pobres y los lanza al apostolado: en 1723 toma la
sotana y sigue en calidad de externo, como se acostumbra en esta época,
los cursos del Seminario Mayor de Nápoles: formación intelectual,
espiritual y también pastoral. Prosigue con sus compromisos con los
enfermos con los que sigue visitando y cuidando regularmente. Entre los
grupos de trabajo practico de pastoral, propuesto por el Seminario,
escoge el de las “Misiones Apostólicas” organizadas por los sacerdotes
de la diócesis. Así, en noviembre de 1724, toma parte en su primera
misión, la de San Eligio, en los barrios bajos de Nápoles. “Esta fue una
fecha para él, para los Redentoristas, para la Iglesia, -como señala
Rey Mermet-, y ya un signo de Dios: había sido enviado ante todo a los
mas pobres, a los abandonados, a la hez social y moral de su pueblo”.
(Un homme pour les sans espoir, Paris 1987.)
El año siguiente
entra en la asociación de “Santa María Sucurre Miseres” cuya sede se
encontraba en la capilla del Hospital de los incurables. Su finalidad
era asistir espiritualmente, a los condenados a muerte, y materialmente,
a las familias que dejaban. El sábado 6 de abril de 1726, es diácono; y
el 21 de diciembre del mismo año, sacerdote.
“Una vez
sacerdote, -escribe Tannoia, su amigo y biógrafo-, Alfonso ocupaba la
mayor parte de su tiempo al barrio donde vive la hez del pueblo
napolitano. Su alegría consistía en encontrarse así en medio de la
chusma, (los llamados “lazzaroni”) y de otros pobres cuya única
profesión era la de su miseria. A ellos, más que otros, les había
entregado su corazón. Inútil decir que los instruía con su predicación y
los reconciliaba con Dios por la confesión. De boca en boca, corre la
noticia en ese “medio” y pronto llega al fin de la ciudad. Venían de
todas partes; cada vez en mayor número llegaban los criminales… y luego
volvían. No solo dejaban sus vicios, si no que se comprometían en la
oración, en la contemplación, y en su mente no tenían otra cosa que amar
a Jesucristo”.
Alfonso acoge a todo el mundo, pero él va
al pueblo; y el pueblo va a él quien pronto se ve desbordado por el
número. De las reuniones al aire libre se pasa a las reuniones en las
casas, a los cuartos interiores de los comercios… ¡Lo mismo que en los
primeros siglos de la Iglesia! Los ya convertidos arrastran a otros, los
ayudan a rezar, hacer oración, a meditar el Evangelio.
Conociendo el arzobispo ese trabajo de Alfonso entre los pobres de los
barrios bajos de Nápoles, queda maravillado; pone a su disposición todos
los oratorios públicos y las capillas de su diócesis. De aquí el nombre
de sus reuniones: Cappelle serotine, “Capillas del atardecer”. En
efecto, cada tarde, cuando la jornada del trabajo ha terminado para los
hombres, (por que para las mujeres el trabajo nunca termina….) los
“lazzaroni”, es decir, los jaboneros, barberos, albañiles, carpinteros,
porteros y otros, se reúnen en comunidades de creyentes. De este modo
se forma así grupos de unas 100 personas por capilla. El resultado es
que en pleno siglo XVIII se encuentran comunidades de base análogas a
las que en la actualidad son la esperanza de la Iglesia en los países de
África o América Latina.
Alfonso confía la animación de las
mismas a los laicos convertidos: es el apostolado del medio por el medio
(un siglo después el gran Misionero San Daniel Comboni haría lo mismo
“Salvar a África por medio de África). Los sacerdotes serian solo
asistentes. Para entrar no hay ningún formulario que llenar, ninguna
cuota, como tampoco una autorización del párroco o del obispo. Son los
laicos responsables los que invitan a otros laicos en el nombre de
Jesucristo, alentados por Alfonso. Sin embargo, estos laicos no se
contentan con escuchar el Evangelio o explicarlo, si no que lo ponen en
práctica y muy concretamente: comparten ayudas y pobrezas, visitan a los
enfermos, se restaura la conciencia profesional entre los miles de
sirvientes, carpinteros, obreros, artesanos; las ganancias ya no se
pierden en juegos y bebidas, y el trabajo reemplaza al robo, etc. En la
tarde de su vida, Alfonso se llenará de gozo al saber por un arquitecto
napolitano, amigo suyo, que esta obra continúa. (habría de continuar
hasta 1848). “A las capillas del atardecer, -le comunica su amigo- acude
muchedumbre de gente y hay santos entre los cocheros”. “¡Cocheros
santos en Nápoles!, -exclamó el santo-, ¡Gloria Patri!”. La Obra de las
Capillas del Atardecer era una novedad, en cambio la obra de las
misiones en las que Alfonso estaba comprometido durante su seminario, se
inscribía a una larga tradición. En el siglo precedente en el
ministerio de las misiones parroquiales había tomado el carácter de una
institución permanente. Pero no faltaban las diferencias: en Francia, la
misión tenía frecuentemente el aspecto de catecismo de adultos. En
Italia como en España, tendía más a la conversión de los corazones y a
la reconciliación.
En 1727, Alfonso miembro enteramente aún
de las misiones apostólicas, descubre la miseria del abandono de la
gente del campo. Todo acontece en el curso de una misión de la Diócesis
de Campagna en los alrededores de Éboli. “Cristo se detuvo en Éboli”, decían los campesinos de Gagliano, pequeño pueblo de Lucania, dando a
entender su abandono. Lo que muchos ignoran es que en esa región de
Italia en el siglo XVIII fue el epicentro de una onda de choque, un
terremoto de orden espiritual, la misma que sacudió a Alfonso, e
igualmente a la Iglesia. En el curso de una misión en esa región,
Alfonso descubre la miseria y el abandono de la gente del campo, lo que
le causa la conmoción mas profunda en pleno corazón. Y esto acontece a
unas cuantas horas de camino de la capital del Reino que rebosa de
sacerdotes.
Cuando Alfonso regresa a Nápoles su mirada ya es
otra. Lleva en sí una pregunta y una inquietud lacerantes: “¿Quien va a
partir el Pan de la Palabra a estas 'almas abandonadas' desprovistas de
ayuda espiritual, de socorros espirituales?”. Imposible pasar el tiempo
interrogándose. A un ritmo rápido prosigue las misiones en la ciudad y
en el Reino. Alfonso se entrega a ellas a fondo, pero su salud no
resiste. Cae enfermo, muy enfermo. Incluso se llega a pensar en sus
funerales de los que logra escapar. Sin embargo, el aviso fue
terriblemente grave. ¿Resultado? El médico prescribe un largo e
inmediato reposo.
Santa María dei Monti:
Se acerca el verano
de 1730. Los amigos de Alfonso lo invitan a descansar en las alturas que
dominan Scala y la bahía de Amalfi. Con sus compañeros sube hasta la
cima de más de 1000 metros de altura. Allí se levanta la pequeña ermita
de Santa María de los Montes, sitio ideal y panorama espléndido. Pero
Alfonso no tiene tiempo para admirar el paisaje: la multitud de la pobre
gente de los contornos se pone en marcha hacia la capilla. “La llegada
de los misioneros fue prontamente conocida”, -escribe Tannoia.- “Casi
inmediatamente acudieron pastores, trabajadores y gente dispersa en el
campo. La multitud sobrepasa con mucho a Alfonso que con sus compañeros
se pone a catequizar a aquellos campesinos y ayudarles con toda caridad
para confesarse. La noticia se extiende de unos pastores a otros. Cada
vez llegan de mas lejos.” El descanso de nuestros apóstoles se vino a
convertir en una misión permanente y fructuosa. Fue la ocasión de la que
Dios se sirvió para que Alfonso descubriera el gran abandono espiritual
que sufren tantas almas privada de los sacramentos y de la Palabra de
Dios, pudriéndose abandonadas en sus campos y aldeas. Los desafortunados
descubrimientos hechos en Éboli no constituían una lamentable
excepción. Esa era la situación de la gente del campo: el abandono….
Fundador de una Congregación Misionera.
Noviembre de 1732. Hace dos años que Alfonso ha estado orando,
consultando. Todos los consejos son convergentes. Mons. Falcoia, su
amigo, no cesa de animarlo y hasta su muerte ha de ser el “direttore”,
(protector y consejero espiritual del joven instituto). El superior de
los Lazaristas, el Provincial de los Jesuitas, un teólogo dominico de
renombre, su confesor, todos aprueban el proyecto sin reticencia alguna.
Una religiosa, Sor María Celeste Crostarosa, quien con su ayuda acaba
de fundar una nueva Orden de Monjas (Orden del Santísimo Redentor), lo
apremia a fundar “una congregación de misioneros cuya vocación especial
será partir el pan de la Palabra a la gente abandonada del campo”. La
religiosa asegura haber recibido revelaciones a este propósito. Un día
San Alfonso mismo hizo alusión ante uno de sus compañeros, don Manzzini:
“Me ha dicho Sor María Celeste que mi deber es abandonar Nápoles y
fundar aquí un Instituto religioso cuyo fin seria la evangelización de
este mundo rural tan desprovisto de socorros espirituales. Es evidente
que esa ayuda esta aquí menos desarrollada que en la grandes ciudades y
regiones mas adelantadas. Que por tanto, esa es la voluntad de Dios.
Pero ¿Cómo hacer?"... Don Manzzini: “Querido Alfonso ¡valor! ¿Quien sabe
exactamente lo que Dios quiere?” Alfonso: “Pero ¿dónde están los
compañeros?" "Aquí estoy yo - replicó don Manzzini - seré el
primero”. Así, el 2 de noviembre de 1732, Alfonso, “seguro de la
voluntad de Dios se animo y cobro valor. Haciendo a Jesucristo un
sacrificio total de la ciudad de Nápoles, se ofreció a vivir el resto de
sus días en medio de aquellos rediles y chozas y a morir junto a los
pastores”. Y Tannoia añade solemnemente: “El año de 1732 fue fijado
anticipadamente por Dios para el dichoso nacimiento de nuestra
Congregación. El Papa Clemente XII ocupaba la sede en el Vaticano;
Carlos Augusto VI gobernaba el imperio y este Reino de Nápoles; Alfonso
de Liguori, sin que lo supieran sus parientes deja Nápoles y, subiendo a
la cabalgadura de los pobres, a lomo de asno, toma el camino de Scala.”
Alfonso, el joven de la nobleza, se había inclinado al mundo de
los pobres; joven sacerdote, fiel al encuentro de los más pobres; deja
el mundo de los ricos para vivir con los pobres, para vivir en comunidad
apostólica con hombres que como el escogerán a los pobres como
prioridad de su vida. El 9 de noviembre de 1732, se funda en Scala la
Congregación del Santísimo Salvador, (la titularidad del Instituto tuvo
que cambiar poco después al del 'Santísimo Redentor', ya que existía una Orden de clérigos regulares del mismo nombre fundados por Santa Brígida
de Suecia). Cuatro sacerdotes vienen adherirse a Alfonso: ¿Cuál es su
fin?: “continuar a Cristo Salvador”. Más tarde Alfonso formulará la
carta de identidad del verdadero Redentorista: “El que es llamado a la
Congregación del Santísimo Redentor nunca será un verdadero continuador
de Jesucristo y jamás será un santo si no cumple el fin de su vocación
no tiene el espíritu del Instituto, que es de salvar a las almas, y las
almas mas desprovistas de socorros espirituales como es la gente del
campo” (Consideración XIII. Para quien está llamado al estado
religioso).
Hasta ahora son cinco. Que importa. El 15 de
noviembre del mismo año, Alfonso anota en su Diario: “Hoyhago voto de
jamás consentir la menor duda de mi vocación y de obedecer en todo a
Falcoia". Seis meses más tarde todos le abandonan. Es
Viernes Santo de 1733 cuando Alfonso, al pie de la Cruz, sabe la
noticia. A Mons. Falcoia que le interroga responde con esta confidencia:
“Estoy persuadido de que Dios no tiene necesidad ni de mi ni de mi
obra. Creo, sin embargo, que Él me ordena proseguirla, y aunque me quede
solo, me esforzaré por llevarla a cabo”. Ya nada más hay un
sacerdote, Alfonso, y un solo hermano, Vito Curzio. Este hermano es
recibido por Alfonso el 18 de noviembre de 1832, y es perseverante. Poco
a poco otros sacerdotes se les unen. En cuanto Alfonso, continúa las
misiones en las diócesis vecinas haciéndose ayudar por el clero
diocesano reclutado allí mismo. “El único fin de nuestro Instituto
-escribe en septiembre de 1733- es la obra de las misiones. Omitiendo
esta obra o realizándola mal, el Instituto deja de vivir”.
Para Alfonso y sus compañeros las misiones son lo esencial. Podrán
tardarse las Reglas y Constituciones y sufrirá esperas la aprobación
oficial, pero las misiones no se detendrán. Adquirirán un nuevo estilo,
pero ¿cuál? La Misión Alfonsiana se inspira en las grandes tradiciones:
en la misión catequética de adultos y en la misión renovación
espiritual. Esta sin embargo tiene su carácter propio. Ante todo,
Alfonso no se contenta con evangelizar los poblados grandes; va más
lejos, hasta la choza más dispersa. No se limita a predicar acerca de la
muerte, el cielo o el infierno; por el contrario, añade un sermón
grande sobre la oración y otro sobre la Virgen María. Para el fin de la
misión reserva el sermón de la Pasión de Cristo y de su amor por
nosotros. Emplea entonces su cuadro de “Cristo en la Cruz” para dar aún
más vigor a este sermón de la ultima semana destinada a conducir a los
fieles a la conversión. No maneja el temor, si no que convierte con el
corazón. “El fin principal del predicador de misión, - escribe -,
debe ser en cada sermón dejar a sus oyentes inflamados en santo amor”.
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Escudo Redentorista |
Cuando Alfonso dibuja el escudo de armas de su joven Congregación,
el lema que escoge son las palabras del salmo 130: “COPIOSA APUD EUM REDEMPTIO" (CON ÉL SOBREABUNDA LA REDENCION). Afirmación
revolucionaria en una época en la que tantos predicadores hablaban del
“pequeño numero de los elegidos”. Alfonso, por el contrario, ha reunido
a un grupo de misioneros cuya misión es predicar la Misericordia de
Dios. “Así como el laxismo de los confesores es la ruinas de las almas,
el rigor hace también mucho mal, yo condeno también ciertos rigores que
no tiene una razón de ser, que destruyen en lugar de construir. Con los
pecadores es necesaria la caridad y la dulzura. Es lo que ha hecho
Jesucristo, y si nosotros queremos conducir las almas a Dios y
salvarlas, no es a Jansenio a quien debemos imitar sino a Jesucristo
que es el jefe de los misioneros" escribió Alfonso.
Jansenio,
catedrático de Lovaina y luego obispo de Ipres, escribió poco antes de
morir una obra en la cual decía que la gracia de Dios obra de modo
irresistible y que aquel que la recibe se salva infaliblemente; pero que
Dios la da a muy pocos y por consiguiente no quiere que todos los
hombres se salven. En consecuencia, el hombre no puede acercase a
recibir los Santos Sacramentos si no con gran temor y después de una
gran preparación extremadamente penosa y laboriosa.
Artículo siguiente.
Tacho de Santa María.
A 1 de agosto además se celebra a
Bibliografía:
-Taller de Profundización: Espiritualidad Misionera Redentorista. Cap. 13. Julio de 2000. San Luis Potosí, S.L.P. México.
-Espiritualidad Redentorista, Vol. 3. Jean Marie Sègalen. Roma, Italia 1994.
-Monseñor Daniel Comboni. Apóstol del África Central. P. Flaviano Amatulli. Ediciones Combonianas 2da edición. Diciembre de 1980. México D.F.
-Compendio de Historia Sagrada. Editorial Progreso. 2da. Reimpresión. 2006. México, D.F.