Beata María de Oignies, mística. 23 de junio.
Nació en Nivelles, a finales del siglo XII. Sus padres eran de buena posición económica, mas cristianos tibios. La niña María fue devota desde pequeña, y tan pronto aprendió algunas oraciones las repetía constantemente para no olvidarlas. Su primer contacto con la vida monástica fue cuando vio pasar frente a su casa a unos monjes cistercienses, y quedó tan impresionada de su gravedad y recogimiento, que besó sus huellas en el suelo. Al llegar a la adolescencia, su piedad y amor por la penitencia se acentuó. No gustaba de arreglarse, usar joyas o vestidos caros, lo cual solo le traía regaños y disputas con sus padres. Muy joven fue casada con un joven llamado Juan, al que sus padres la habían prometido desde que ella tenía cuatro años. Su marido la apreciaba, pero era indolente con ella. Por eso no tomó en consideración sus penitencias extremas y su vida orante. Le dejaba penitenciarse a su gusto, y las penitencias de María eran extremas: dormía sobre una tabla astillada, llevaba una cuerda áspera bajo las ropas.
A los dos años de casada, su marido fue tocado por Dios y teniendo delante el ejemplo de María, decidió vivir más piadosamente. Si hasta entonces su vida de trabajo, oración y penitencia le había tenido sin cuidado, en adelante intentó imitarla. Desde ese momento vivieron como hermanos, o como ella gustaba decir, como la Virgen y San José. Donaron toda su hacienda a los pobres, reservándose una casita para vivir. Juntos hacían oración, trabajo, penitencia y atendían a los leprosos en Willambrock. Si bien Cristo les miraba con agrado, el mundo se volvió en contra de María. Sus parientes y amigos se volvieron contra ella. Se burlaban y murmuraban, le llamaban loca, iluminada, exagerada. Le reprochaban que hubiera abandonado sus bienes y posición y arrastrado a su marido con ella. Pero ellos vivían de espaldas a todo ello.
María tuvo el don de la compunción y lágrimas. Era considerar la Pasión, o mirar un crucifijo, escuchar un sermón sobre los dolores de Cristo, para que un torrente de lágrimas brotara de sus ojos. Tantas que corrían por su rostro, cuerpo, y aún mojaban el suelo que pisaba. Algunos pensaban que era fingimiento y le volteaban el rostro. En una ocasión, justo antes de la Pascua, cuando se lamentaba de los sufrimientos del Señor con gemidos y sollozos, brotó de sus ojos gran cantidad de lágrimas más que habitual, como si estuviera participando en la muerte de Cristo, uno de los sacerdotes de la iglesia la reprendió suavemente y le pidió que refrenara sus lágrimas y rezara en silencio. Por lo tanto, ella, según su costumbre de obedecer, se retiró a un lugar oculto de la iglesia, donde nadie pudiera verla. Allí suplicó al Señor que le mostrara al sacerdote que no estaba en el poder del hombre refrenar las lágrimas cuando son del cielo. Y ocurrió que estando cantando misa el sacerdote, Dios le sumergió en la Pasión de Cristo, y derramó tal cantidad de lágrimas, que hubo de cambiarse el mantel del altar. Y desde ese día, gozó de aquel don siempre que celebraba la misa.
Preguntada en una ocasión por su confesor si tanta lágrima no le causaba dolor físico, María respondió: "No, son estas lágrimas las que me refrescan. Son mi alimento día y noche; no me hacen daño a la cabeza y sostienen mi mente. Lejos de causarme ningún dolor, infunden una dulzura en toda mi alma. Lejos de vaciar mi cabeza, la llenan de pensamientos y consuelos celestiales, ya que no son forzadas a salir con esfuerzo, sino que me son suministradas en abundancia desde arriba".
La penitencia de María de Oignies no es, ni por asomo aconsejable: uno de sus excesos fue cortarse trozos de carne de su cuerpo, al que aborrecía, y enterrarlos. Dejó las heridas al descubierto y los gusanos pulularon en ellas, siendo obligada por su confesor a curárselas. Y los ángeles lo hicieron por ella, sanándola. Las cicatrices quedaron para siempre en su cuerpo, siendo descubiertas por las mujeres que lavaron su cuerpo al morir. A esta penitencia se sumaba un ayuno riguroso. Solo comía una vez al día y por el necesario sostenimiento de la vida. Como si de una medicina se tratara. No comía carne, ni bebía vino, sino que frutas, hierbas y verduras eran su sustento. Para sí misma hacía un pan de avena, tan grueso áspero que al secarse raspaba su garganta hasta hacerla sangrar. Su consuelo era pensar en la sangre derramada por Cristo por su salvación. En una ocasión, mientras comía, el diablo la tentó de glotona, pero María no se dejó engañar por el demonio, sino que sabía que él quería perturbar su mente con escrúpulos para que enfermara por su excesiva abstinencia. Así, se rió de él y ese día comió el doble de lo normal, dejando al diablo confundido.
Durante tres años seguidos ayunó a pan y agua desde el día de la Santa Cruz hasta la Pascua, y no sufrió ningún perjuicio al hacerlo, ni en su salud ni en su capacidad de trabajo. Y más veces, desde la Ascensión hasta Pentecostés no comía ni bebía nada. Y lo que puede parecer maravilloso, no sufría de dolor de cabeza en consecuencia, ni relajaba sus deberes ordinarios, sino que estaba tan lista para el trabajo en el último día de su ayuno como en el primero. Tampoco podía comer nada en esos días, pues su apetito desaparecía totalmente absorbido por el espíritu.
La oración de María de Oignies era constante. Todo cuanto hacía, hasta lo más bajo, le servía para elevar el pensamiento a Dios. Su salterio siempre permanecía abierto, pues lo rezaba sin parar, y solo lo dejaba para hacer oración mental. Cuando se disponía a hacer oración por alguien Dios le revelaba si serviría para el bien o no de esa persona, o si era un difunto, recibía la revelación si estaba salvado ya o condenado, para que no perdiera tiempo en oraciones de balde. En varias ocasiones, mientras oraba, vio muchas manos levantadas como suplicándole. María pidió a Dios le revelase que significaba aquello y el Señor le mostró que eran las almas del purgatorio, las cuales sufrían por sus ofensas y buscaban el beneficio de sus oraciones, pues sentían sus dolores aliviados y disminuidos por ellas, como si se derramara un aceite precioso sobre sus heridas.
María acostumbraba visitar una vez al año una iglesia dedicada a la Madre de Dios en Oignies, y para ello debía seguir era un sendero tortuoso a través de un bosque con el que estaba muy poco familiarizada. Mas nunca se perdía el camino, ya que siempre se veía una luz que iba delante de ella para dirigirla. En uno de esas visitas, mientras regresaba, una violenta lluvia la alcanzó mas el agua torrencial caía a su alrededor sin mojarla.
En las fiestas marianas más importantes pasaba el día y la noche saludando a la Santísima Virgen, y haciendo miles de genuflexiones ante su imagen. Además, después de cada hora canónica del salterio, rezaba el Ángelus y se disciplinaba de rodillas. Tanta oración traía grandes beneficios para sus conocidos, que experimentaban la bendición de Dios siempre que le pedían oración a la Beata. Y al mismo tiempo, aterraba a los demonios que la tentaban y asustaban, intentando distraerla de la oración.
A una monja cisterciense muy joven y piadosa, pero retraída y escrupulosa, la tentó el diablo con toda clase de pensamientos blasfemos y sucios para que desesperara a través de los escrúpulos. Durante algún tiempo resistió, mas al no poder soportarlo pasó de la pusilanimidad a la desesperación; y el diablo la había vencido de tal manera, que no podía rezar ni siquiera el Padrenuestro o el Credo. Tampoco confesaba sus pecados, pues creía eran imperdonables y estaba abocada a la condenación eterna. No recibía el Cuerpo del Señor, no tenía oración, ni quería hablar con las hermanas. A tal punto llegó su tormento mental, que ya pensaba en suicidarse. Más adelante ya despreciaba la Palabra de Dios, las advertencias de las religiosas, comenzó a desobedecer e incluso llegó a blasfemar. No vieron otra solución las monjas que hacer se entrevistara con nuestra María. Esta, rebosante del espíritu de compasión y dulzura espiritual, la recibió, le habló con palabras del cielo y la consoló. Por cuarenta días María se disciplinó y oró continuamente, sin tener otra intención. Al cabo, la joven monja fue liberada del espíritu maligno, al cual vio María, reventado y con las entrañas por fuera, como un despojo, luego de la batalla espiritual que había tenido con ella.
Incluso mientras dormía, María oraba, pues su corazón nunca se separaba de Cristo. Sus sueños eran siempre sobre Cristo; porque como el sediento sueña en su sueño con las fuentes de agua, y el hambriento tiene visiones de ricos banquetes, así ella tenía siempre ante sus ojos a Aquel que su alma deseaba.
María fue amante de la pobreza, pero de una pobreza honesta y limpia. Si detestaba el lujo superfluo, también detestaba la suciedad. Vestía ropas de tela gruesa, de estameña. Para las fiestas usaba una túnica de lino y una capa del mismo tejido, sin adornos ni costuras curiosas. Sobre su cabeza usaba un velo que cubría sus ojos, de modo que se prevenía de las miradas indiscretas. Nunca usaba un abrigo o manto, pero jamás el frío la molestaba, de tanto amor de Dios que hacía arder su alma y cuerpo. Nunca estuvo ociosa, sino que desde que abandonó todas sus riquezas se afanó en el trabajo manual para su manutención y para socorrer a los pobres. En silencio trabajaba, considerando el taller de Nazaret y la labor orante del Señor, San José y la Virgen Santísima. Mientras trabajaba, consideraba los pasajes de la Escritura y las vidas de santos, permaneciendo en oración. Toda esta contemplación no hacía su trabajo menos perfecto, ni la demoraba o le hacía perder el tiempo. Al contrario, todo trabajo que emprendía lo terminaba perfectamente.
Tanta austeridad, mortificación y penitencia no hacía de María una persona hosca, huraña o alejada de la realidad. Todo lo contrario, su conversación y trato eran dulces. Las personas gustaban de tratarla y escucharla, buscando sus palabras, consejos y buen trato. Siempre tenía una palabra amable para quienes se cruzaban en su camino, o quienes la visitaban. Consolaba a los enfermos y en ocasiones estos mejoraban solo con escuchar sus buenos deseos.
María vivía pobremente, consideraba siempre la pobreza de Cristo y no quería poseer más de lo que Cristo tuvo en vida. Todo regalo que recibía, y no eran pocos, los dejaba para los pobres y necesitados. No tenía más vestido del que necesitaba, ni más mueble que el indispensable para una vida ordenada y honrosa.
Tan grande era su humildad, que se consideraba a sí misma como nada, y habiendo hecho todo bien, no sólo reconocía con su boca y corazón que era una sierva inútil. Se consideraba inferior a todos y nunca se presumía a sí misma, sino que miraba a todos como sus superiores. Cuando Dios le concedía algún favor, lo remitía a los méritos de los demás; no buscaba nunca su propia gloria, sino que remitía todo a Aquel de quien procedían todos los bienes. Se juzgaba a sí misma como la más indigna de todos los hijos de Dios. Cuando Dios le concedía alguna gracia o le daba la respuesta exacta a una cuestión religiosa, le recriminaba a este: "Señor, ¿por qué haces estas cosas en mí? Envía, Señor, a quien quieras enviar, mas no a mí. No soy digna de ir ni de anunciar tu Palabra a los demás." Sin embargo, el Espíritu Santo la impulsaba siempre a procurar el bien del prójimo, comunicando las inspiraciones que recibía. James de Vitry, quien la conoció y escribió la biografía de María, le preguntó un día si ella sentía vanagloria por los dones divinos y el reconocimiento del pueblo. Ella le respondió: "no, pues en comparación con la verdadera gloria que deseo, toda jactancia humana es como nada."
Fue María extremadamente caritativa con los enfermos y moribundos, con quienes tenía una especial caridad y todos la querían junto a sí al momento del tránsito. Con su amor les aliviaba los dolores y con sus oraciones mantenía a raya a los demonios que intentaban tentar al moribundo. Ninguno de sus asistidos moría sin sacramentos: por lejos que estuviera el sacerdote, siempre llegaba a tiempo a dar la extremaunción. Muchas veces vio el destino final de aquellos que estaban con ella, fuera el cielo directamente o el purgatorio. Nunca vio a un condenado, mas jamás se jactó de que fuera por su presencia.
En una ocasión ayudó a morir a un anciano Juan de Dinant, apodado “el Jardinero”, quien siempre había servido a Cristo. Al momento de la muerte, María vio una multitud de ángeles que ayudaban al anciano, y percibió un olor maravillosamente dulce. No pudo contener su alegría, pues quería al anciano como a un padre. Además, le fue revelado por el Espíritu Santo que, puesto que este anciano había hecho tantas penitencias en la carne y había soportado pacientemente tantas persecuciones y reproches por causa de Cristo, había vivido tan santamente, y además había ganado tantas almas para Cristo, que se liberó de todo el dolor del purgatorio y voló directamente a la presencia de su Señor.
Por el contrario, experimentó una visión de su propia madre condenada en el infierno. María no entendió el porqué, pues su madre, aunque no muy ocupada en las cosas de Dios, había sido una mujer honesta y buena. Al preguntarle al espectro, su madre le respondió: "Fui criada con lo adquirido por la usura y la ganancia injusta, y aunque era consciente del pecado, no me esmeré en restituir lo que a los pobres se había quitado. No tuve en cuenta el mandato de Dios, sino que, habiendo entrado en los caminos torcidos del mundo, pensé que era indigno de mí cambiar los pasos de mis antepasados. Y no habiéndome arrepentido de mis malas acciones, al final cambié mi vida infructuosa por la muerte, y así he perdido la vida del mundo venidero" Y diciendo esto desapareció. Con los enfermos era María muy paciente y amorosa. Especialmente con los niños. Y por estos últimos en ocasiones realizó varios milagros. A un niño con una fractura, le impuso las manos y le sanó el hueso. A otro que padecía de sangrado de un oído, le besó la cabeza y el niño quedó sano. Un sacerdote de Nivelle llamado Guerrico padecía una enfermedad muy peligrosa y los médicos se desesperaban por su recuperación. Pensando que no tenía esperanzas acudió a la santa, y consiguió, con muchas oraciones, que ella le impusiera las manos. Esa misma noche le pareció que, mientras dormía, la Santísima Virgen venía a él y le sanaba. Y así por el estilo, algunos clérigos fueron sanados, o mujeres con embarazos riesgosos hallaron la salud.
Tuvo también el don de profecía y de adivinar acontecimientos futuros. Como adivinar el nacimiento de una herejía en la Provenza, o anunciar el martirio de los predicadores que se enfrentarían a estos herejes. La muerte de algunos también la profetizaba, siempre acertando el día y la hora. En una ocasión en que visitaba la iglesia, oyó devotamente la misa y al terminar la celebración, dijo al sacerdote: "Esa misa era mía; hoy ofreciste el Eterno Sacrificio en mi nombre". Él se sorprendió y le preguntó cómo lo sabía. María le respondió: "Vi una hermosa paloma descender sobre tu cabeza en el altar, que extendía sus alas hacia mí. Supe, por lo tanto, que el Espíritu Santo me llenaba por esa misa".
Tuvo María gran devoción a los santos. En una fiesta de Santa Gertrudis (17 de marzo), que el presbítero había olvidado celebrar, se sintió llamada a tocar las campanas de la iglesia. Al preguntarle el sacerdote por qué lo había hecho, María le respondió: "Perdóneme, padre, pero es una gran fiesta hoy. Lo sé porque siento que desde anoche me llena una alegría celestial, aunque no sé de quién es la fiesta". El sacerdote miró entonces el calendario, y vio que la fiesta de Santa Gertrudis debía celebrarse ese día. Un día que rezaba ante un altar de San Nicolás, vio manar bálsamo de sus reliquias. También tuvo varias apariciones de San Bernardo de Claraval (20 de agosto) con quien tenía celestiales coloquios y quien le iluminaba sobre las verdades de la fe. A san Juan Evangelista también tuvo gran devoción y este más de una vez le consoló en sus penas.
Tuvo una maravillosa facultad de percibir si las reliquias eran verdaderas o no. Había una pequeña cruz en la Iglesia de Oignies que tenía en ella una pequeña porción de la verdadera cruz; y más de una vez vio salir de ella rayos de luz. Un fraile amigo suyo poseía unas reliquias de un santo mártir, mas no tenía “authenticae” que las avalara. Entonces María le consoló diciéndole que eran verdaderas y que tenían una gran virtud. Además, rezó, para que Dios le mostrara de quiénes eran, e inmediatamente se le apareció una santa que le dijo era Santa Alois, venerada en Provins, y que las reliquias eran reales.
María vivió en Willambrock mucho tiempo, pero su fama llegó a tanto que no tenía momento de descanso o soledad. Por lo tanto, rezó fervientemente a Dios para que se complaciera en elegir un lugar más adecuado para su sierva, donde poder servir al prójimo, pero teniendo más tiempo para la oración y la penitencia. Y he aquí que Dios le e señaló una casa en Oignies que ella nunca había visto, y que además era tan pobre, y tan recientemente construida, que apenas se conocía. Habiéndolo consultado con su marido y su director espiritual, el abad Guido, se dirigió al lugar que le estaba destinado. Llegando a Oignies se le apareció San Nicolás, que la guió primero a su iglesia, donde estaban celebrando una misa en su honor. El santo, además, le señaló el lugar donde estaría su tumba en la iglesia, revelándole que había llegado a Oignies para su encuentro definitivo con el Señor.
Allí en Oignies tuvo María dulces coloquios con Cristo, preparándose gozosamente a su muerte. En una ocasión en que se le apareció Cristo, María pensó era ya la hora, pero al ver que aún no sería, clamó a Cristo: "No quiero, Señor, que te vayas sin mí. No puedo quedarme más tiempo aquí. Anhelo ir a mi casa". El fuego de su alma era tan grande, que daba rienda suelta a sus sentimientos con fuertes exclamaciones, y su rostro siempre parecía estar en llamas. Varias veces oyó la voz dulce de Cristo que le decía: "Ven, mi amada, mi esposa, mi paloma, y serás coronada". En una ocasión tuvo un éxtasis más encendido de lo habitual, y exclamó: "Las vestiduras de la hija del Rey huelen a dulce incienso, y los miembros de su cuerpo son como preciosas reliquias santificadas por Dios".
A medida que se acercaba la hora de su partida, se ocupó más incesantemente en tratar de servir y complacer a Dios. Desde la fiesta de la Anunciación de la Santísima Virgen hasta la de la Natividad de San Juan Bautista, sólo tomó alimento once veces, y en cantidades muy pequeñas. Como tenía una gran devoción a San Andrés, quien había abrazado la cruz con un amor tan ardiente, recibió muchas y muy familiares visitas del santo, quien le dijo: "Consuélate, hija mía, porque no te dejaré; y como una vez confesé la fe de Cristo, y no la negué, así, en el día de tu partida, te reconoceré ante Dios, te asistiré en tus últimos momentos y te daré mi testimonio".
Tres días antes del tránsito, María alabó a Dios cantando en voz alta como nunca se le había oído, pues le había parecido vanidad cantar para que otros le oyeran. Su hermosa voz entonó salmos y cánticos constantemente. Además, reveló cosas del cielo, los santos y los ángeles. Terminados estos tres días de gozo inefable se fue a la iglesia y dijo a su esposo, amigos y seguidores: "El tiempo en que lloré por mis pecados han pasado, y también el gozo en con el que me regocijé y alabé a Dios por las alegrías eternas que me esperan. Ahora vendrán los dolores y las penas de la enfermedad y la muerte. Ningún alimento volverá a cruzar mis labios, ni volveré a leer en libro alguno." y efectivamente, en el acto le acometió una enfermedad muy quejosa. Tenía sed constantemente, que soportaba por amor, lo mismo que los dolores corporales.
El jueves anterior a su muerte exclamando "Qué bello eres, Dios nuestro Rey". La víspera de San Juan Bautista de 1213 comenzó a cantar con una voz muy dulce, y al llegar a las tres de la tarde expiró tranquilamente, sin cambiar en lo más mínimo por el dolor de la muerte la expresión alegre de sus facciones. Y todos aquellos que allí estaban, o los que la amaban pero estando lejos, sintieron un dulce gozo más que tristeza, siendo sus lágrimas santa envidia más que de desconsuelo. Los días de sus funerales María apareció a varias personas y dirigió sus acciones, fortaleciéndolas en peligros, o eliminando dudas de sus almas. Fue sepultada en la iglesia de San Nicolás de Oignies, que años más tarde pasaría a llamarse con su nombre. El 12 de octubre de 1608 las reliquias fueron trasladadas solemnemente. Es abogada de las mujeres en el parto y contra las fiebres. Se desconoce que fue de su marido después de la muerte de María. Su recuerdo se perdió para siempre.
Fuente:
-”The lives of S. Jane Frances de Chantal, St. Rose of Viterbo, and B. Mary of Oignies.” Londres, 1952. (La “vita” de nuestra Beata es la escrita por Vitry)
A 23 de junio además se celebra a: