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sábado, 21 de mayo de 2016

Enviado a los pobres y necesitados.

San Eugenio de Mazenod, obispo y fundador. 21 de mayo.

El joven Eugenio de Mazenod.
Carlos José Eugenio Mazenod nació en Aix, sur de Francia, el 1 de agosto de 1782. Su familia era de una nobleza venida a menos, aunque económicamente próspera en ese momento. Su padre era funcionario real por su cargo de Presidente del Tribunal de Cuentas de Aix. En 1789 estalla la Revolución Francesa, que intenta barrer todo lo que oliera al régimen monárquico. La Iglesia, como estamento, y los nobles serían los más castigados, pero no lo serían menos los campesinos y gente común fiel a su fe católica. La familia Mazenod huye a Italia en 1791, dejando todas sus posesiones detrás. Tuvieron que dedicarse al comercio, al contrabando además, añaden algunos, para poder sobrevivir. Y aún esto con poco éxito. En los 11 años que duró el destierro, estuvieron rozando la miseria absoluta.

El niño Eugenio, vivo y de carácter dulce y piadoso, estudió en el Colegio de Nobles de Turín, y al trasladarse con la familia a Venecia, estudió un tiempo con los P.P Barnabitas, pero tuvo que abandonar la escuela. Providencialmente, se interesó en su formación un presbítero vecino de la familia inmigrante. Bartolo Zinelli comenzó a educar al niño en las letras y la piedad. Cuando la familia se tiene que trasladar a Nápoles, Eugenio vuelve a abandonar todo estudio. En Palermo conquistan a los duques de Cannizzaro, que le acogen en la familia para instruirle y darle algún trabajo. Allí fue feliz, y alcanzó el título de Conde de Mazenod. Pero si en Italia le valía, al regresar a Francia en 1802, con 20 años, Eugenio comprendió que en su país solamente era el ciudadano Mazenod. Su familia en Francia no era nadie, sus padres se habían separado y la familia estaba en peleas por recuperar sus propiedades incautadas, así que Eugenio vio para sí pocas posibilidades de un futuro próspero, aunque se le intentó casar con una rica heredera, pero nada logró la familia. 

Eugenio contempló con tristeza la situación límite de la Iglesia francesa: diezmada en miembros y medios, templos destruidos para siempre, y muchos en mal estado, profanados y saqueados. El clero desmoralizado y medrando, las religiosas no eran suficientes, y muchas aún no reconstruían sus monasterios. Eugenio comprendió que si el mundo no le respondía, lo hacía la fe, así que teniendo una conversión, renovó su piedad y devoción de la infancia, y en 1803 entró al seminario San Sulpicio de París en contra de su familia, especialmente de su madre, que le veía como un medio para volver a escalar peldaños sociales. El 21 de diciembre de 1811 era ordenado presbítero en la catedral de Amiens. 


Fue destinado a Aix, y aunque tenía vínculos como para ganar un beneficio en una buena parroquia, prefirió dedicarse a los necesitados de la fe en aquellos momentos: presos, jóvenes sin futuro, muchachas campesinas que intentaban colocarse de sirvientas en las ciudades y que estaban expuestas a mil peligros. Etc. Comenzó a peregrinar por las aldeas predicando, instruyendo, formando asociaciones piadosas, en poco tiempo tuvo otros sacerdotes que le ayudaban en su catequesis itinerante. Hablaban en el dialecto provenzal, editaban sencillos folletos catequéticos y dedicaban muchas horas a la confesión y la visita a los enfermos y alejados de la fe. Entre misión y misión, se retiraban en una comunidad improvisada, a la que llamaban "misioneros de la Provenza" para orar, hacer penitencia, estudiar, y discernir la voluntad divina sobre ellos. En 1824 se llamarían a sí mismos "Misioneros de San Carlos", y la Congregación Redentorista de San Alfonso María de Liguori (1 de agosto), sería su principal modelo.

El clero en general veía con malos ojos aquella empresa. Era más partidario de una Iglesia que retornara a ser un estamento del Estado y desde esa posición dominante extender la práctica cristiana y recuperar la influencia moral sobre el pueblo. Llegó el momento que, entre sus deseos de evangelizar y la oposición que recibía, se hizo necesario buscar la protección de la Iglesia. Pidieron directamente al papa les reconociera como Congregación Religiosa, y el 17 de febrero de 1826, Gregorio XII aprobaba los "Misioneros Oblatos de María Inmaculada". Eugenio fue elegido Superior General. Ya con la autorización de la Iglesia, se lanzó con sus misioneros a la santificación de las almas, a trabajar solo por la gloria de Dios y el bien de Iglesia. Se desplegaron en múltiples obras como la formación de los jóvenes, la misión rural, el trabajo en prisiones y hospitales, dirigiendo seminarios y parroquias.

En 1832 Eugenio fue designado obispo auxiliar de su tío Fortunato, obispo de Marsella. El anciano había sido el primer obispo desde la restauración de la diócesis, suprimida durante la Revolución y restaurada en 1822. Eugenio fue consagrado obispo en Roma, ya que el gobierno francés conservaba el poder de nombrar o intervenir en los nombramientos de obispos. Vieja tradición esta de inmiscuirse los reyes francos en asuntos de Iglesia que Napoleón, por supuesto, reforzó con el beneplácito de no pocos prelados. Esta consagración episcopal provocó un enfrentamiento diplomático entre Francia y el Vaticano, y la reacción contra Roma de gran parte de la Iglesia francesa. Pensemos que los años de persecución estaban recientes, la iglesia local se resarcía y buscarse problemas con un emperador como Napoléon no era lo más indicado, según los cálculos de la prudencia del mundo. Así es que la llegada de Eugenio a Francia estuvo rodeada de frialdad y hostilidad por parte de otros obispos y parte de los católicos. Pero Eugenio no se arrendró, y combinó su labor pastoral con el gobierno de su Congregación, la cual extendió y comprometió más aún en la evangelización del pueblo. 

En 1837 murió su tío y Eugenio fue nombrado obispo de Marsella. En 1841 envía misioneros a Montreal. En 1847 fundan en Estados Unidos y desde allí fundan y evangelizan Sri Lanka. En 1848 fundan lo que hoy es la Universidad de Ottawa. Las demás fundaciones de Irlanda, Suiza, Inglaterra, Lesotho, etc., responden a la necesidad de las iglesias y a peticiones de los obispos, que admiraban la labor evangelizadora de Mazenod y sus misioneros. Eugenio se desvive por su diócesis: reconstruye la catedral, crea o suprime parroquias, visita enfermos y pobres, se desborda personalmente con el seminario, reedifica el santuario de Nuestra Señora de la Guardia de Marsella, apoya a las religiosas, especialmente a Santa Emilia de Vialar (17 de junio y 24 de agosto), a la que conoce en 1852, calumniada y casi expulsada de su propia Congregación, y la defiende y apoya su fundación en Marsella. Escribe y defiende los derechos de la Iglesia, y del papa sobre esta. En 1856, Napoleón III lo nombra Senador.

Después de una vida coronada esfuerzos, sufrimientos y triunfos, todo para Dios, Eugenio, con 79 años, muere el 21 de mayo de 1861. El 19 de octubre de 1975 fue beatificado por Juan Pablo II, y fue canonizado por el mismo papa el 3 de diciembre de 1995. 


Fuente:
- "Nuevo Año Cristiano". Tomo 5. Editorial Edibesa, 2001.


El 21 de mayo además se celebra a

Beata Richezza
de Polonia
.
San Constantino I,
emperador
La Traslación de
San Juan de la Cruz.









miércoles, 22 de agosto de 2012

San Bernardo VS la Inmaculada

San Bernardo con la cruz templaria
predica la Cruzada

San Bernardo (20 de agosto) es celebrado como uno de los grandes devotos de la Virgen María; en ocasiones se le pone incluso como paradigma de devoción mariana y por ello, de algunos santos se dice a veces que son unos de los mayores devotos de Nuestra Señora “desde los tiempos de San Bernardo”. El artículo anterior sobre su iconografía nos recuerda la “lactatio” mística como uno de los temas más repetidos en su iconografía. Algunas de las páginas marianas del Santo (especialmente en sus Sermones) son antológicas, como aquella en la que repite: “Mira a la estrella, invoca a María”.

PERO...
Hay una página de San Bernardo que tal vez llame la atención a algunos, espero que nadie por ello se sienta escandalizado. Por ello, antes que nada quiero transcribir las humildes palabras con las que concluye ese texto en las que de alguna forma reconoce el Santo que puede estar equivocado: “Pero cuanto os he dicho lo someto al juicio de alguien más prudente y entendido que yo, principalmente a la autoridad y examen de la Iglesia; y si en algo me separo de su sentir, estoy dispuesto a corregir mi juicio, lo mismo que en todo lo demás”.

Me estoy refiriendo a la “Carta 174”, dentro de las Obras Completas de San Bernardo, dirigida a los Canónigos de Lyon. En la edición bilingüe de la BAC en 8 tomos, se encuentra en el tomo VII (BAC Normal, nº 505, pp. 582-591). En la más antigua edición castellana en 2 tomos se encuentra en el II (BAC Normal, nº 130, pp. 1177-1181).  Esta última edición la fecha en el año 1140.

El argumento es el siguiente: Parece ser que en algunos lugares se estaba introduciendo la fiesta de la Concepción de María y el Cabildo de Lyon había decidido consultar al Santo sobre la oportunidad de celebrar esta fiesta. La respuesta de Bernardo nos puede sorprender. (Nota: pongo entre paréntesis los números de los párrafos de la carta, que voy resumiendo).

(1) Empieza el Santo “dorando la píldora” a los canónigos de Lyon, Iglesia a la que considera digna de alabanza “no sólo por la dignidad de su sede, sino además por su celo intachable y por sus laudables tradiciones”. Recuerda que “nunca se le vio admitir con facilidad innovaciones improvisadas” y por ello se sorprende de que introduzcan “una nueva celebración desconocida en los ritos de la Iglesia, que carece de fundamento y no la recomienda la antigua tradición”.
   
(2) Reconoce que hay que honrar a la Madre de Dios, pero puntualiza que “colmada de verdaderos título honoríficos, no necesita honores falsos”. (3) Admite que aprendió “a tener por santo y festivo el nacimiento de la Virgen, sintiendo firmemente con la Iglesia que recibió en el vientre la gracia de nacer santa”. (4) Recuerda los casos de Jeremías y Juan el Bautista y dice: (5) “Yo pienso que descendería sobre ella una bendición de santificación más plena, que no sólo santificaría su nacimiento, sino que haría también su vida inmune en delante de todo pecado. (…) Fue santo su nacimiento porque la inmensa santidad que salió de su vientre lo santificó”. (6) Pero añade: “¿Qué coherencia tiene pensar que la concepción debe ser también santa porque precedió a su nacimiento santo? (…) Previamente fue concebida privada de la santidad; por eso fue necesario santificarla una vez concebida, para que el parto fuera ya santo. (…) La santidad que se le concedió una vez concebida pudo santificar ciertamente su nacimiento posterior, pero de ninguna manera pudo retrotraerse a la concepción ya realizada”.
San Bernardo y la Virgen.
Relieve de madera. Siglo XVI
(7) Insiste el Abad de Claraval en que “no era posible que fuera santa antes de existir, ya que antes de ser concebida no existía” y cae en considerar vinculada la transmisión del pecado original con el acto generativo humano al afirmar: “¿Cómo pudo estar ausente el pecado donde estuvo presente el placer sensual?”. Para ello, según él, sería necesario afirmar que María “fue concebida no por obra de varón, sino del Espíritu Santo”, lo que con acierto dice que “es inaudito”. El fallo de Bernardo radica pues en su visión negativa de la sexualidad, a la que, como decíamos antes, vincula la transmisión del pecado original: “De ninguna manera pudo ser santificada antes de su concepción, porque no existía, ni en su misma concepción, por el pecado inherente”. (Decimos nosotros: ¿qué pecado hay inherente a la casta relación de unos esposos santos como Joaquín y Ana?).

(8) Afirma categóricamente que “la prerrogativa de una concepción santa se reservaba sólo al único que santificaría a todos. (…) Sólo él fue santo antes de su concepción”. (9) Tras todo esto responde a la cuestión de la celebración de la fiesta en estos términos: “Ante estos argumentos, ¿qué razón puede justificar la fiesta de la Concepción? ¿Cómo es posible, repito, afirmar que es santa una concepción que no es del Espíritu Santo, por no decir que procede del pecado, o cómo podremos celebrar como fiesta lo que no es santo?”. Y no se queda corto el Doctor Melífluo en sus siguientes palabras: “Gustosamente carecerá esta mujer gloriosa de un honor que parece honrar al pecado o conllevar una santidad falsa. Por lo demás, tampoco le agradaría una novedad contraria al rito de la Iglesia, novedad que es madre de la temeridad, hermana de la superstición e hija de la ligereza”.

Añade que sus consultantes deberían “haber consultado antes a la autoridad de la Sede Apostólica, y no haberse adherido con tanta precipitación e imprudencia a la ingenuidad de algunos indocumentados”. Menos mal que los últimos renglones de la carta arreglan un poco el desaguisado; son los que ya hemos transcrito antes de comenzar a resumirla y en los que humildemente se somete al juicio de la Iglesia. No podemos olvidar que lo que en esos momentos la Iglesia no había definido era materia opinable.

Pensemos que en la época de San Bernardo aún no estaba madura teológicamente la cuestión de la Inmaculada Concepción de María, y por ello habían de pasar 714 años de reflexiones y controversias desde que se escribió esta Carta hasta que un Papa, el Beato Pío IX, el 8 de diciembre de 1854 definiera solemnemente que 

La doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles” (Dz 1641).
Por otra parte, lo que tenía claro San Bernardo es la necesidad absoluta que todos tenemos, incluida la Virgen María, de la redención de Jesucristo, y aún no se habían creado términos teológicos como “redención preventiva”. En lo que falla nuestro Santo es en mantener la opinión teológica, común en su tiempo, que vinculaba la transmisión del pecado original con la transmisión de la vida a través del acto sexual y que por tanto habrían tenido que transmitir Joaquín y Ana al concebir a María; al menos no toma en consideración la tradición apócrifa del “abrazo ante la Puerta Dorada de Jerusalén” por medio del cual hubiera sido concebida milagrosamente María.

En cualquier caso, como fiel hijo de la Iglesia y como verdadero devoto de la Virgen, si San Bernardo de Claraval hubiera conocido la evolución posterior de la mariología, habría festejado de todo corazón esa definición dogmática que tuvo lugar siete siglos después de su vida, y habría depuesto totalmente cualquier prejuicio ante la celebración de lo que en su época no era sino una innovación.


P. Ángel Luis Estecha González

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